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Stevenson empezó a escribir La Isla del Tesoro en unas vacaciones estivales al norte de Escocia, en 1881, a petición de un jovencito de 13 años llamado Lloyd Osborne. Es bien conocido que escribió la novela al tiempo que la ideaba en su cabeza, casi como si de un juego se tratara y a partir de un mapa imaginario que él mismo dibujó de la isla y a la que fue añadiendo los más diversos paisajes: montes, cabos, bahías, acantilados... A la tarea de confeccionar esta novela tan itinerante, pronto se unieron los padres, además de otros familiares y amigos: la novela se había convertido en el pasatiempo familiar de las vacaciones. Sin duda esta particular y espontánea planificación de la obra contribuyó a darle ese ritmo frenético y esa frescura que han hecho de la isla del tesoro un auténtico canto a la libertad, convirtiéndola en lectura universal obligada de la que ningún lector, que quiera presumir de serlo, ha de renunciar al menos media docena de veces a lo largo de su vida de lector; y si renunciara, si es que acaso puede renunciarse, sea por buscar y vivir mejores e intensas aventuras, si es que esto es posible más allá de este libro, siguiendo y manteniendo intacta la intención primera de Stevenson al publicar la novela: «Que a ti también, / como a Jim Hawkins aquel día, / te aguarde una Hispaniola». Pero mientras aguardamos la visita de nuestra particular Hispaniola, leer o releer La Isla del Tesoro -hoy con la excusa de conocer la excelente traducción que rescatamos del poeta José María Alvarez-, puede funcionar como inmejorable sustituto hasta que llegue ese día. Si es que algún día llega. Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Vailima, Samoa, 1894). Autor de cabecera de multitud de escritores como Borges, Kipling o Chesterton, es conocido sobre todo por las dos obras que generación tras generación siguen leyendo los jóvenes de todo el mundo: La Isla del Tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886). Una lectura honda de ellas nos desvela que no sólo son dos excelentes ejemplos de novela de aventura y de terror juveniles; ambas reflejan el anhelo de todo hombre que vivió el apogeo de esa gran empresa civilizadora que fue el Imperio Británico: escapar de la férrea rigidez moral y ética de la sociedad victoriana. ¿No es acaso el señor Hyde un desdoblamiento de personalidad liberador, un febril ataque de barbarie hacia un mundo encadenado por los «buenos comportamientos» y el «saber estar»? Esta huida, en La Isla del Tesoro, llega a ser física, real, como la que realizaron tantísimos marineros (o el mismo Stevenson, que surcó los mares de medio mundo a pesar de su delicado estado de salud) dispuestos a llevar a cabo el lema de Nelson en Trafalgar: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber».