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«He aquí un libro admirable. He aquí un libro abominable. Por su ingenio y su vigor, por el prodigioso talento que en él nos asombra, merece estar junto a las novelas de Voltaire y Diderot; pero también ocupa un lugar de honor junto a las infamias del marqués de Sade o las groseras obscenidades del abate Dulaurens. Esta obra singular será leída con avidez cuando por fin despierte la curiosidad de los entendidos.» Paul Lacroix, Bulletin du bibliophile (París, 1851) Mientras Donatien de Sade pergeñaba Los 120 días de Sodoma en la Bastilla, otro marqués no menos libertino escribía a pocos pasos de su celda una novela igualmente escandalosa y repleta como aquélla de lujurias y enormidades, pero mucho más significativa con respecto al oficio de la escritura. Porque Los bohemios abría una ventana satírica al mundo de los versificadores, filosofastros, plumíferos, libelistas y quincalleros de la lengua que vagaban en busca de papel durante el crepúsculo del Antiguo Régimen. Ese vecino de Sade, sin embargo, quedó sepultado bajo la losa del tiempo y su obra nunca se incorporó a nuestra genealogía literaria; de hecho, apenas quedan seis copias de la edición original desamparadas en otras tantas bibliotecas. Esta versión en castellano es la primera que se publica tras 220 años de purgatorio. Los bohemios aquí retratados son una tropa de escribidores filosofantes que recorren los campos de Champaña escoltados por sus barraganas y un asno cargado de manuscritos inéditos. Viven de la tierra (robando gallinas, básicamente), propinan interminables arengas filosóficas (a cada cual más insensata), riñen y berrean como chiquillos, fornican en católica promiscuidad (sin excluir al clero de sus calenturas) y sólo se detienen para engullir lo que van afanando por el camino. Como el descubridor del texto afirma en la introducción, Los bohemios se mueve entre varios géneros, de modo que puede leerse al mismo tiempo como un relato de aventuras, una novela picaresca, un roman à clef, una colección de ensayos filosóficos, un panfleto anticlerical, una autobiografía y un opúsculo libertino. Estamos, pues, ante una muestra tan magnífica como olvidada del mejor relato dieciochesco anclado en los magisterios convergentes de Rabelais y Cervantes. Sobre Anne Gédéon Lafitte, marqués de Pelleport, dice lo siguiente un informe policial: «Es hijo de un gentilhombre [à]. Ha sido expulsado de dos regimientos [à] y apresado cuatro o cinco veces [à] por atrocidades contra el honor. Se casó en Suiza, donde mantuvo una vida errante durante dos años. [à] Estudió en la Escuela Militar, pero no es lo mejor que ha salido de ella». A estos cargos podemos añadir que nació en 1754; que en Suiza fue preceptor de niños burgueses y tuvo dos hijos; que hacia 1780 escapó a Londres para escribir feroces libelos contra la buena reputación de Francia; que entre 1784 y 1788 residió en la Bastilla, donde coincidió con el marqués de Sade; que el 14 de julio de 1789 presenció el asalto a su antigua residencia e intentó salvar la vida del alcaide de Losme, cuya cabeza acabó paseada sobre una pica (episodio inmortalizado en un cuadro de Charles Thévenin); y que a partir de esa memorable fecha su rastro se vuelve incierto, aunque seguramente regresó a Inglaterra como espía y emigró después a América para enmendar